A menudo me pasa que, cuando me piden
que hable sobre mi vocación, normalmente comienzo hablando sobre Dios. Y alguno
podría sentirse cuestionado sobre esta forma de tratar el tema vocacional.
Quizás, muchas veces, hemos incidido tanto en la vocación como elección
personal, como proyecto de vida de la persona, que se ha podido difuminar el
sentido de esta palabra. Y cuanto más hoy al encontrarnos en una cultura
fuertemente individualista que tiende siempre a poner el acento en el «yo» como fuerza motora de todo.
La palabra
vocación viene del latín «vocatio» que significa llamada. Es por eso,
que este término encaja bien con aquello que los cristianos de todos los tiempos
han llamada la «vocación cristiana». Y es que esta última no es más que
la llamada que hace Dios a cada persona a vivir en comunión con Él. Imagina que
recibes por teléfono la llamada de un personaje importante al que admiras mucho.
¿Qué harías? ¿Qué sentirías cuando te dieras cuenta de con quién hablas? Sin
duda, te parecería increíble, pero te darías cuenta de que es real. ¿Qué ocurriría
si el que llama a tu vida es Dios? Sin duda, parecería más increíble aún. ¿Y si
te digo que Dios llama cada día a tu vida para que vivas en el amor?
Sí, ¡Dios te
llama a vivir en comunión con Él!. Dios quiere que
todos «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). La prueba de ello está en que
Dios se hizo uno de nosotros, «se hizo carne» (Jn 1, 14), murió y resucitó para que podamos
ser «hijos de Dios» (1
Jn 3, 1).
¡Pero vaya «suerte» tiene el ser humano: Dios lo llama a ser su hijo! Y a Dios no le bastó con
querer que seamos hijos suyos, sino que, precisamente, por ser hijos suyos,
quiere que cada uno de nosotros viva ese gozo de participar de su amor de una
forma concreta. Es la llamada a la «vocación de vida». Y es aquí donde se sitúa la llamada
al sacerdocio, a la vida consagrada y al matrimonio: llamada a vivir el ser
hijo de Dios de una forma concreta porque cada uno de nosotros es único e irrepetible. Y Él mismo nos da
incluso la fuerza (¡su gracia!) para responder libremente a esa llamada.
Porque, ¿quién puede responder a la llamada de Alguien que es infinitamente
mayor que uno mismo si Este no le ayuda? ¡Vaya locura de amor la de Dios!
En mi caso, a través de los diferentes acontecimientos de la vida, del trato frecuente con el Señor en la Eucaristía, de la escucha de su Palabra, de personas que se han cruzado en mi camino… he podido escuchar la llamada de Dios al sacerdocio. Sí, esa es la llamada que Dios me ha hecho para vivir concretamente el ser su hijo. Visto así, ahora sí que puedo hablar de mi vocación, de respuesta, de proyecto de vida de mi persona, en tanto y cuanto es Dios el que me ha llamado, el que me ha dado su fuerza para responder y el que me sostiene cada día para seguir respondiendo cada día a la llamada a ser sacerdote.
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